Dejo de leer mis libros. Decido leer las ciudades y
sus rostros. España en este nuevo
peregrinaje.
¿Cómo describo con palabras el olor de los azahares en
esta explosión de primavera vivida en
las ciudades españolas? ¿Cómo poner en
palabras la emoción de haber recorrido las callecitas y los paisajes que antes imaginé
a través del Quijote?
Vivir en un país en el que la luz es un lujo ha hecho
que aprecie la luminosidad de un sol como el que embellece a España.
Pensé que iba a encontrar temperaturas tibias y me
abrazó el calor de más de 30 grados que extrañaba. Llegué a Sevilla que se escribe con luz, olor
a azares, con golondrinas que cantan para que el capote dance, con líneas
dibujadas por la sombra de la Giralda, con curvas trazadas por las cúpulas de
Santa María, la tercera catedral más grande de Europa luego de San Pedro y de
San Pablo. El Guadalquivir me recibió profundo
como la emoción, la alegria y los quejios del
flamenco que flotaban por esas calles de laberíntica hermosura,
imposibles de recorrer sin pararse a tomar una manazanilla, un vino de naranja o un rebujito.
Me cuentan que a los sevillanos les dictaron sus
primeras leyes en verso, aquel concebido en mente árabe brillante y bella como
su escritura y su sabia arquitectura. Me
cuentan en ese español dulce y seductor que suena a poema que la historia de
esta ciudad fue esculpida por los romanos, visigodos, musulmanes y cristianos.
El arte del toreo aparece desafiante y orgulloso en
cada esquina, en cada taberna, en cada restaurante. Siento que estoy en medio de un rejoneo de
palabras, un rejoneo de copas, un rejoneo de emociones.
Observo a los sevillanos vestidos de fiesta con una
elegancia que no he visto en otras calles, a los niños vestidos con primor y me
siento en medio de un escaparate que se mueve.
La belleza de los rasgos de los españoles completan la belleza de la
arquitectura, de los árboles, de los olores, de los colores, de la luz del
atardecer, de los trinos de cientos de golondrinas que se despiden con su
música de vuelos traviesos entre las cornisas del día que se está acabando y
reciben el hechizo de la noche que entra y que enseña una Sevilla viva e
iluminada por un cachito de luna que ya es hermosa aunque no esté llena.
El olor a azahares traerán desde mi memoria el
recuerdo de lo que significa la primavera en Sevilla.
Tomo un tren y sigo hacia el sur, buscando el olor del
África cercana y llego a Cádiz, ciudad pequeña que ocupa una isla y que desde
sus malecones se puede ver la grandiosidad del océano que separa y une a España
de esa América que le perteneció.
Recorro las callecitas, me siento en una marisquería y
pido un cartucho lleno de pescado y mariscos fritos con cerveza y la vida sabe
a generoso milagro. Me pierdo en los
callejones estrechos, espío en los jardines de las casas, miro hacia arriba descubro
cornisas, techos y ventanitas que no me cuentan sus secretos.
Solo necesito un sol que quema y una arena que
acarician mis pies finalmente desnudos para apropiarme de una playa que no es mía
pero que no quiero dejar para seguir espulgando esa ciudad que me llama.
A las cuatro de la tarde, la ciudad está desierta,
todo cerrado. Es hora de la siesta que
protege del calor y que es hermana de aquella que toman los personajes de
Macondo que se refugian en la frescura
de las casas huyendo del calor sofocante de la pluma de García Márquez.
Con el atardecer las golondrinas salen a bailar
festivas y despedir un sol del color del fruto de los naranjos. Hacen lo mismo los gaditanos que encuentro de
nuevo en las calles antes desiertas y que pasean ocupando su espacio en las
plazas, iglesias y bares.
Sigo hacia Córdoba, ciudad que acunó a Seneca y a Luis
de Góngora quienes me susurran al oído, el primero sus sabias sentencias, el
segundo su dulce poesía. ¿Qué puedo
esperar de una ciudad que huele a azahares, que suena a golondrinas y que te
regala poesía a cada paso?
Góngora escribió en 1623 el poema “De la brevedad
engañosa de la vida”
‘Mal te perdonarán a ti las horas,
las horas que limando están los días,
los días que royendo están los años’
Las horas pasadas en esta ciudad no tendrán nada que
culparme. Si mi corazón palpitó
asombrado ante la belleza de Sevilla, en Córdoba quedó mudo. Las casas con sus balcones floridos y patios
rebosantes de verde y de geranios, las iglesias fernandinas que aparecen a cada
paso escondiendo en sus paredes el arte barroco que te conmueve en sus Cristos
sangrantes y adoloridos, los lienzos, sus retablos llenos de oro y de color,
sus Vírgenes vestidas como reinas y bañadas de lágrimas, las calles empedradas
que te conducen por un laberinto que sólo te regala sorpresas como la Plaza del
Potro, escenario de un pasaje del Quijote.
El flamenco que te asalta en una esquina, con ese quejio que sale del
alma, con el zapateo que suena a rebeldía ante lo que no es bello, con esa
guitarra que según Lorca, hace llorar a los sueños.
Entro sin expectativas en la desde afuera,
aparentemente sobria mezquita catedral y
mi respiración se corta ante lo que veo adentro. Miles de arcos árabes de mármol de diferentes
colores, semi iluminados por lámparas de aceite y por ventanas sabiamente
construidas que dejan entrar la luz de afuera, iluminan una maravilla que me
cuenta sobre la tolerancia y la flexibilidad que tanto le hace falta al
mundo. Una mezquita que fue conservada
cuando los reyes católicos arrebataron la ciudad al califa desterrado, que fue
ampliada y agrandada en tamaño y belleza con el tiempo y que en su centro tiene el altar principal de
la iglesia en la que se celebran los ritos católicos. El clímax de la belleza que conjuga la
arquitectura, la inteligencia y la historia.
El Guadalquivir que aquí en Córdova no es tan azul
sino de color más lodoso, es cruzado por un puente romano guardado por el
Arcángel Rafael por el que entran a la ciudad cientos de turistas apurados que
no entienden que a esta ciudad hay que saborearla y digerirla caminándola días y
días enteros. Hace quince días copos de
nieve escribían el cielo de mi vida. Hoy el cielo sobre el rio escribe palabras
con copos de polen.
Termina mi tiempo en Córdoba y me declaro indefensa al
llamado de las puertas abiertas de una librería; al tomar el Ave hacia Madrid siento
la dulce presencia de un nuevo libro en
mi maleta, uno que me contará la fabulada historia de la ciudad que estoy
dejando y que al mismo tiempo llevaré para siempre en mi corazón.
Llego a Madrid y los latidos de la ciudad grande me
reciben en Atocha. La gente es diferente
porque está aliñada por el apuro, el estrés y los efectos de la vida en una metrópoli. El calor del ambiente y de la gente ha desaparecido,
así como el color rojo y amarillo de las macetas y de los parques. El olor de azahares quedó en el sur y es
reemplazado por el del tráfico que abunda en las grandes avenidas cuya belleza
es indiscutible. Soy una más de los
miles de personas que buscan al oso y al madroño, que se pasean por la Plaza Mayor,
por Cibeles, por la Puerta de Alcalá, por el parque El Retiro, por la Catedral
de la Almudena, la virgen que fue encontrada en los restos de una basílica
visigoda y que no logró proteger a la ciudad de los efectos de la invasión
francesa, de la guerra civil y del franquismo.
Me llevo de recuerdo la pintura “Las edades y la muerte” de Hans Baldung
Grien y quedo en deuda con ese baúl de tesoros que ofendí con una visita tan
corta.
Me escapo unas horas a Toledo la capital de Castilla
de la Mancha y leo la historia escrita en las calles y casas viejas, en los monasterios,
en las torres, en el puente que cruza el rio Tajo mientras huelo la presencia
del Quijote acompañado por su Sancho, personajes pintados por un Cervantes que ahora
siento que escribió lo que la belleza del paisaje, de las ciudades y de la
gente le dictó al oído.
Séneca escribió en sus ‘Cartas a Lucio’: “Pero lo que
aprendas en el momento de irte, ¿cuándo te servirá ni para qué? Me servirá para
irme siendo mejor.” Así me voy de
España, sintiéndome diferente, crecida; sintiéndome mejor.
Falmer, 22 de abril del 2013
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