miércoles, 11 de octubre de 2017

HUMO, de Gabriela Alemán

Leer Humo ha sido para mí como adentrarme en una atmósfera irreal, casi fantasmagórica, con el tiempo congelado, en un universo lleno de personajes a los que no se les puede ver bien por la neblina (humo?) que les cubre. Son personajes que cuentan sus versiones mientras se mueven en un universo creado por la mentira que Gabriela Alemán decidió contarse para luego contárnosla, así como el personaje Gabriela reflexiona en la página 119.



La novela se desarrolla en una tierra situada “en el corazón de América” (página 66), en una “tan plana que el cielo se extiende con una carga monstruosa.” (página 24). Se nos cuenta una historia a veces como un flujo de conciencia de una persona viva, en un mundo que se siente lleno de muertos. Leer la novela ha sido para mí como regresar a Comala para recoger los pasos de los emigrantes que poblaron nuestro continente, de esos nativos que tuvieron que adaptarse a esas nuevas presencias, todos ellos gente que “habita las orillas de la desgracia” (página 50), que recorren el sur del continente, un mundo “cargado de extremos, huele a destrucción permanente. Y a vida, si la quieres ver.” (página 50).

La historia es desordenada, a veces sin sentido, igual a cuando contamos algo a partir del caos del dolor frente a lo que no podemos cambiar, en circunstancias en las que el orden y el tiempo no cuentan; lo que importa es solamente contar, contar una historia inconclusa a través de cartas, de pedazos de papel que vuelan por la ciudad, de personajes muertos que siguen viviendo atrapados en los lugares que habitaron.

La novela está llena de palabras con fuerza poética, que forman vacíos, fragilidades, preguntas. La estructura de la novela se parece a aquella que construía Virginia Woolf aparentemente desquiciada, pero hábil al tejer una tela de palabras que nos emocionan, que nos describen levemente personajes impotentes que se mueven en un mundo en el que el abuso del poder, del desangramiento de la tierra por la mano del hombre, la lepra de la guerra, de la avaricia, la esclavitud, pululan.

Como en los libros de Boehl, “el presente solo es el pasado devorando el futuro” (página 23) y así transcurre la lectura, llena de “mensajes cifrados que ululan”, entre saltos al pasado, al presente y al futuro. En la página 130 leemos la frase: “Las palabras quedan inconclusas.”; en la novela las historias quedan inconclusas, nos deja con preguntas, enfrentados a esos “diálogos desquiciados” (página 149) que están a punto de contarnos algo, de hacer la revelación que necesitamos y que, por una interrupción, no satisfacen lo que queremos saber.  ¿De quién es el ruido de patas arrastrándose por la casa? ¿Por qué Gabriela sangra por la nariz y lleva bastón? ¿Cuántos años tiene? ¿Qué hace ahí, en ese país que se entiende no es su patria? ¿Quiénes fueron la abuela, la madre y la nieta que muere al inicio de la historia? Al final todas estas incógnitas a mí no me importan, porque gracias a este libro llegué al Paraguay, a su historia, me enteré de una guerra sobre la que desconocía, pude sentir la dulzura del guaraní. Como nos dice el narrador en la página 197 “Hay tanto que saber y solo podemos adivinar.”


Madrid, 9 de octubre de 2017