lunes, 25 de junio de 2012

MI ORFANDAD


Han pasado ya treinta años desde aquel domingo en el que se interrumpió mi rutina cuando me llegó la noticia de que mi padre había muerto; no recuerdo si estaba leyendo algo en aquel tiempo.  Tengo la impresión de que en esa época no me acompañaba de libros porque andaba distraída con las burbujas de esa edad donde todo es nuevo.

Ha pasado tres años y medio desde aquella madrugada en la que mi madre se le unió.  Recuerdo que el libro que me acompañó en esa época era “El libro tibetano de la vida y de la muerte” de Rimpoché, un volumen gordo, sabio y sereno.

La muerte de los dos fue para mí algo esperado, una probabilidad que acompañó mis días y que se dilató en ambos casos hasta que se convirtió en un suceso que se evadía a sí mismo y que parecía que nunca iba a consumarse.  Cuando finalmente sucedió, el alivio de saberles libres de la enfermedad y del sufrimiento opacó el dolor de la pérdida definitiva.

La muerte ha sido una certeza constante en mi vida.  El duelo ha tenido diversas formas en cada caso y se ha transformado con el paso del tiempo.  Porque el duelo no termina nunca cuando perdemos a un ser querido.  El duelo es algo constante que se convierte en un dolor afónico que a veces recupera la voz.

La palabra orfandad es una palabra fuerte de muchas aristas; se la va sintiendo diferente con cada año que pasa.  Yo siento mi orfandad cuando miro hacia atrás y desentierro recuerdos, cuando veo el presente y me doy cuenta de donde está cada miembro de mi familia y compruebo las consecuencias de las decisiones que hemos tomado en el pasado.   Está cuando me imagino el futuro que, aunque quiera, no estará libre de ausencias.

La orfandad se acentúa cuando me abruma la certeza de que ya no hay rastro de la casa en la que crecimos,  de que mi vida y la de mis más queridos han tomado rumbos tan distintos que nos han obligado a acostumbrarnos a la distancia, al silencio y a la lejanía.

La orfandad está presente en los recuerdos que están atrapados en los pocos objetos que he conservado, esos que me he empeñado guardar y que conservan historias que nadie me puede contar.

Mi orfandad se revive en cada muerte a la que la vida me enfrenta, en cada casa que de nuevo se queda vacía, en cada foto que me recuerda lo que ya no va a volver.

Mi mamá sigue y seguirá presente en mi vida  a través de los sabores que logro reproducir cuando cocino, a través de las miradas de sus primos, hermanos, sobrinos y sobrinos nietos, en los que alcanzo a reconocer gestos y rasgos que me la recuerdan.  Está en las lágrimas fáciles que salen de mis ojos, en los cantos y libros religiosos, en las misas, en las oraciones y en pequeñas señales inesperadas como el escapulario que llegó a mis manos de la mano de una ola mientras me bañaba en el mar.

Mi papá en cambio está en el tono y expresión de mis ojos que encuentro cuando me veo en el espejo, en el idioma cuya forma y sonido fuertes le pertenece, en los pocos libros que conservé y en sus cartas que guardo con afán y a través de las que espío curiosa esa vida que no conocí.  Está ahí en sus nietos y biznietos que heredaron ciertas facciones y su mirada.

Mis padres están presentes cuando sucede el milagro de que la familia que queda se reúne y cuando me llegan historias que van completando el rompecabezas que está ahí en esa mesa de la memoria, empolvado y esperando esas fichas que no sé si podré encontrar para terminarlo.

Quito, a 31 de mayo del 2012

martes, 12 de junio de 2012

LA LUZ DIFÍCIL, de Tomás González

  “La verdad no existe, además y el mundo es sólo música.” 


Dicen que los libros son como el maestro que llega a nosotros en el momento en el que lo necesitamos.  Este libro llegó a mis manos en un tiempo de duelo, de pérdida y de tristeza.  Lo leí con miedo, con el corazón encogido, esperando en cada página el látigo que acentuara mi propio dolor; esta sensación no se cumplió, porque cada página me traía el alivio, ese de saber que el dolor de la muerte no evita que el ser humano siga viviendo y disfrutando de estar vivo.  Porque el narrador me fue contando las últimas 24 horas de la vida de su hijo desde un presente en el que se sabía viejo y solo, pero no menos sabio y feliz.  Fue como escuchar sentada en un cómodo sofá las anécdotas de un viejo sabio que me hacía reír, reflexionar y llorar lágrimas de consuelo.  Al leerlo descubrí que el sentido de la vida se encuentra de repente, cuando no lo esperas, igualito a como el narrador lo hizo al poder pintar finalmente la luz que completó su cuadro.  Me di cuenta de que la luz difícil deja de serlo cuando has asumido que la vida está hecha de desgarramientos que parecen tener la fuerza de matarte, pero que no lo logran.  Creemos morirnos pero seguimos viviendo; nuestro corazón partido en dos es capaz de encontrar la felicidad si decidimos tener abiertos los ojos a la belleza que el mundo nos regala a cada paso en dosis pequeñitas.

“La luz difícil” es un libro escrito por el colombiano Tomás González nacido en Medellín en 1950.  El título no nos anticipa nada de lo que vamos a leer.  Cuando nos vamos adentrando en el texto nos empezamos a dar cuenta de que el título representa la dificultad de ese padre-pintor de vivir las horas previas a la muerte de su hijo y de captar y plasmar en su cuadro la luz adecuada que de vida y realidad al remolino del agua que deja como huella el ferry que atraviesa la bahía.  Es la luz que al narrador le falta en sus ojos casi ciegos que se esfuerzan en terminar de escribir la historia que nos cuenta confidencialmente casi en voz baja.

“... pero únicamente la luz, siempre inasible, es eterna.”
El libro nos cuenta a través de un narrador omnisciente, las últimas y desesperantes 24 horas de la vida de un padre cuyo hijo que decide morir ante la crueldad de la enfermedad.  Estas horas lentas nos son relatadas años después en un monólogo que suena a contado y que intercala otras memorias y hechos de un presente marcado por la vejez y la soledad.    “... a veces pienso en mi hijo, y los sentimientos son tan cálidos que se me ocurre pensar que la vida es eterna, quieta y eterna, y el dolor una ilusión.”
Al leerlo conocemos la historia de una familia que deja Colombia y llega a los Estados Unidos para buscar suerte; un hecho bastante común pero que se transforma en algo diferente y único por la forma en la que ha sido contada.

El libro es el relato de una vida asaltada por el infortunio ese que “es siempre como el viento: natural, imprevisible, difícil....”

La novela está escrita como una confesión o como una confidencia y es sencillo escuchar la voz vieja del narrador, sentir sus sollozos y sus risas a través de un lenguaje claro, cotidiano y nada rebuscado.  En el hablar de los personajes descubrimos el “habladito” colombiano que no le quita universalidad a la obra, más bien le sazona.

A través de capítulos cortos vamos desgranando los hechos y encontrando las piezas que van dando forma al rompecabezas del dolor de un padre que atestigua la decisión de morir de un hijo que quiere vivir pero que está acorralado por un dolor que no le permite otra opción.

A pesar del durísimo tema que el texto enfrenta, el humor con el que es contado y sobre todo la forma en la que el autor dilata el relato el acontecimiento principal que todos estamos esperando, lo hace menos devastador. La voz del narrador es la única que escuchamos; tiene un tono positivo porque acepta la vida como es, con dolores cuyo peso no sabemos cómo somos capaces de soportar y con esa felicidad escurridiza que es fácil encontrar cuando se tiene la actitud adecuada.


Encontramos diversos personajes que cumplen con su rol de acompañar a esta familia
en la prueba crucial que enfrentan; nosotros hemos decidido escoger a los principales por su peso en la historia.

David, el padre sufriente que no llora con facilidad, con ataques de angustia; el esposo enamorado, el pintor desconocido al inicio de su carrera y exitoso al final de la vida.  El hombre que denuncia la crueldad de la enfermedad y de los lugares comunes pero que ve la vida desde una perspectiva positiva. “Cruel es el lugar común de que la esperanza es lo último que se pierde.”. 
David, el viudo que siente el frio de la ausencia.  “Cuando pienso en eso y siento la ausencia de Sara y el frío de esta, la inevitable soledad de la vejez humana, debo recostarme un rato, apagar el alma unos minutos como soplando una vela y dormir.”
El esqueleto y el alma de David que fueron prensados por un dolor inaguantable, enfrenta la vejez con la tranquilidad del que ha vivido cada momento con intensidad y que disfruta de las pequeñas cosas de la vida, de los milagros constantes que nos regala la naturaleza.  “Tan largo sufrimiento, el de él, el mío, el de todos, terminó por barrer las peores acumulaciones de telarañas brumosas de mi alma, las más densas, las más imaginarias, y me dejó casi limpio de tristezas arbitrarias.”
David se enfrenta a la soledad de la vejez, cuando su esposa ha muerto y sus hijos han seguido el rumbo de su vida.  La soledad de los amigos que también viejos se preparan para la despedida final y por lo tanto están ausentes.  Esa soledad que no puede ser acompañada por los seres que, a pesar del amor y cuidado que ponen, no logran acompañar al viejo que se nutre de nostalgias.  “La gran soledad es como un lienzo aparentemente vacío, engañosamente vacío.”

David, el viejo sabio que, luego de tanto sufrimiento se da cuenta de que  “Yo no sé nada, tú no sabes nada, nadie sabe nada. El mundo es sólo cadencia y forma.”,  de que  “Un mundo sin aflicción, pensé, estaría tan incompleto como una escultura o un árbol que no tuviera sombra.”


Sara la madre, la esposa y la compañera cuya “... fortaleza no dependía de que la admiraran o aplaudieran.” Es la mujer capaz de hablar con sus hijos de una manera cómplice envidiada muchas veces por David.  La mujer que se convierte en el árbol al que se arrima marido e hijos, la mujer que conserva la belleza a pesar del paso del tiempo.  La mujer que lava las penas con el humor que permite hacer aguantable lo inaguantable.


Jacobo que representa al enfermo que vive el ciclo natural del hombre ante la tragedia: la negación, la ira, la aceptación, el deseo de superarse a pesar de las limitaciones que el cuerpo le va imponiendo, la concientización de que no le puede ganar a la enfermedad.  Toma la decisión compleja y polémica de poner fin al dolor que le parte y que siente paradógicamente en los miembros que no le responden.  Es el hijo que los padres pierden, el hijo cuya decisión estos padres han tenido que aceptar y respetar.

El tiempo cuya presencia en la novela es descrita con una claridad que asombra y que se convierte, de tanto ser mencionado, en un personaje más.

“El tiempo se nos venía encima como si descargara sobre nosotros piedras o ladrillos.”
“El tiempo pasaba como una rueda que nos apretaba cada vez más los huesos.”
“El tiempo chirriaba y nos atormentaba con sus piñones y sus púas.”

“El tiempo pasaba muy despacio, casi se devolvía, pero era para triturarnos mejor y mejor lamernos con las llamas.”

“Eran como si las palabras estuvieran perdiendo ya la capacidad de contener el tiempo, y yo de entenderlo, y los relojes de medirlo.”


La vida, igual que el tiempo, cobra en el texto formas claras y la podemos ver grande y fuerte, llena de ese instinto y de esa fuerza que hace que deseamos seguir viviendo.  La vida que a veces se encapricha y de repente el rumbo nos cambia el rumbo y el paisaje.

“... la vida se aferra a este mundo con algo parecido al desvarío. La cucarachita a su rendija, la plantita a su hendija del ladrillo o a la roca desnuda.”
“...que avanzaba la vida que ahora nos trituraba con sus ruedas y piñones,

“La aflicción no es inmóvil; es fluida, inestable, y sus llamas, más azules que anaranjadas y rojas, y a veces de un verde pálido espantoso, lo torturan a uno por un costado en el interior del cuerpo, a veces por el otro costado, a veces por todo el interior y con mucha fuerza, ...”

La ciudad de Nueva York y luego La Mesa de Juan Díaz en Colombia son también personajes porque acompañan las dos etapas fundamentales en la vida del personaje.  La primera con el cemento frio, con las calles llenas de gente pero solitarias, con el cementerio cuyas tumbas ve David por la ventana, con los bares en donde va a aliviar la pena.  La ciudad que retrata y que se convierte en su musa a través de sus objetos oxidados.  Cuando David está viejo, se traslada a vivir al campo en Colombia y el paisaje y la temperatura se transforma.  La exuberancia abraza al narrador y su belleza lo conforta.

“.... la alegría aflora siempre, o casi siempre, como trozo de madera en el agua, no importa lo profundo del horror de lo vivido.”


Quito, a 5 de junio del 2012