“La verdad no existe, además y el mundo es sólo música.”
Dicen que
los libros son como el maestro que llega a nosotros en el momento en el que lo
necesitamos. Este libro llegó a mis
manos en un tiempo de duelo, de pérdida y de tristeza. Lo leí con miedo, con el corazón encogido,
esperando en cada página el látigo que acentuara mi propio dolor; esta
sensación no se cumplió, porque cada página me traía el alivio, ese de saber que
el dolor de la muerte no evita que el ser humano siga viviendo y disfrutando de
estar vivo. Porque el narrador me fue
contando las últimas 24 horas de la vida de su hijo desde un presente en el que
se sabía viejo y solo, pero no menos sabio y feliz. Fue como escuchar sentada en un cómodo sofá las
anécdotas de un viejo sabio que me hacía reír, reflexionar y llorar lágrimas de
consuelo. Al leerlo descubrí que el
sentido de la vida se encuentra de repente, cuando no lo esperas, igualito a
como el narrador lo hizo al poder pintar finalmente la luz que completó su
cuadro. Me di cuenta de que la luz
difícil deja de serlo cuando has asumido que la vida está hecha de
desgarramientos que parecen tener la fuerza de matarte, pero que no lo logran. Creemos morirnos pero seguimos viviendo;
nuestro corazón partido en dos es capaz de encontrar la felicidad si decidimos
tener abiertos los ojos a la belleza que el mundo nos regala a cada paso en
dosis pequeñitas.
“La luz difícil”
es un libro escrito por el colombiano Tomás González nacido en Medellín en 1950.
El título no
nos anticipa nada de lo que vamos a leer.
Cuando nos vamos adentrando en el texto nos empezamos a dar cuenta de
que el título representa la dificultad de ese padre-pintor de vivir las horas
previas a la muerte de su hijo y de captar y plasmar en su cuadro la luz
adecuada que de vida y realidad al remolino del agua que deja como huella el
ferry que atraviesa la bahía. Es la luz
que al narrador le falta en sus ojos casi ciegos que se esfuerzan en terminar
de escribir la historia que nos cuenta confidencialmente casi en voz baja.
“... pero únicamente la
luz, siempre inasible, es eterna.”
El libro nos cuenta a
través de un narrador omnisciente, las últimas y desesperantes 24 horas de la
vida de un padre cuyo hijo que decide morir ante la crueldad de la enfermedad. Estas horas lentas nos son relatadas años
después en un monólogo que suena a contado y que intercala otras memorias y
hechos de un presente marcado por la vejez y la soledad. “... a veces pienso en mi hijo, y los sentimientos son
tan cálidos que se me ocurre pensar que la vida es eterna, quieta y eterna, y
el dolor una ilusión.”
Al leerlo
conocemos la historia de una familia que deja Colombia y llega a los Estados
Unidos para buscar suerte; un hecho bastante común pero que se transforma en
algo diferente y único por la forma en la que ha sido contada.
El libro es el relato de
una vida asaltada por el infortunio ese que “es siempre como el viento: natural, imprevisible,
difícil....”
La novela está escrita como una
confesión o como una confidencia y es sencillo escuchar la voz vieja del
narrador, sentir sus sollozos y sus risas a través de un lenguaje claro,
cotidiano y nada rebuscado. En el hablar
de los personajes descubrimos el “habladito” colombiano que no le quita
universalidad a la obra, más bien le sazona.
A través
de capítulos cortos vamos desgranando los hechos y encontrando las piezas que
van dando forma al rompecabezas del dolor de un padre que atestigua la decisión
de morir de un hijo que quiere vivir pero que está acorralado por un dolor que
no le permite otra opción.
A pesar
del durísimo tema que el texto enfrenta, el humor con el que es contado y sobre
todo la forma en la que el autor dilata el relato el acontecimiento principal
que todos estamos esperando, lo hace menos devastador. La voz del narrador es
la única que escuchamos; tiene un tono positivo porque acepta la vida como es,
con dolores cuyo peso no sabemos cómo somos capaces de soportar y con esa
felicidad escurridiza que es fácil encontrar cuando se tiene la actitud
adecuada.
Encontramos
diversos personajes que cumplen con su rol de acompañar a esta familia
en la
prueba crucial que enfrentan; nosotros hemos decidido escoger a los principales
por su peso en la historia.
David, el padre sufriente que no llora con facilidad, con
ataques de angustia; el esposo enamorado, el pintor desconocido al inicio de su
carrera y exitoso al final de la vida.
El hombre que denuncia la crueldad de la enfermedad y de los lugares
comunes pero que ve la vida desde una perspectiva positiva. “Cruel es el lugar común de que la esperanza es lo
último que se pierde.”.
David,
el viudo que siente el frio de la ausencia.
“Cuando pienso en eso y
siento la ausencia de Sara y el frío de esta, la inevitable soledad de la vejez
humana, debo recostarme un rato, apagar el alma unos minutos como soplando una
vela y dormir.”
El
esqueleto y el alma de David que fueron prensados por un dolor inaguantable,
enfrenta la vejez con la tranquilidad del que ha vivido cada momento con
intensidad y que disfruta de las pequeñas cosas de la vida, de los milagros
constantes que nos regala la naturaleza.
“Tan largo sufrimiento,
el de él, el mío, el de todos, terminó por barrer las peores acumulaciones de
telarañas brumosas de mi alma, las más densas, las más imaginarias, y me dejó
casi limpio de tristezas arbitrarias.”
David se enfrenta a la soledad de la vejez, cuando su
esposa ha muerto y sus hijos han seguido el rumbo de su vida. La soledad de los amigos que también viejos
se preparan para la despedida final y por lo tanto están ausentes. Esa soledad que no puede ser acompañada por
los seres que, a pesar del amor y cuidado que ponen, no logran acompañar al
viejo que se nutre de nostalgias. “La
gran soledad es como un lienzo aparentemente vacío, engañosamente vacío.”
David, el viejo sabio que, luego de tanto sufrimiento
se da cuenta de que “Yo no sé nada, tú no sabes nada, nadie sabe
nada. El mundo es sólo cadencia y forma.”,
de que “Un mundo sin aflicción, pensé, estaría tan
incompleto como una escultura o un árbol que no tuviera sombra.”
Sara la madre,
la esposa y la compañera cuya “... fortaleza no
dependía de que la admiraran o aplaudieran.” Es la mujer capaz de hablar con
sus hijos de una manera cómplice envidiada muchas veces por David. La mujer que se convierte en el árbol al que
se arrima marido e hijos, la mujer que conserva la belleza a pesar del paso del
tiempo. La mujer que lava las penas con
el humor que permite hacer aguantable lo inaguantable.
Jacobo que
representa al enfermo que vive el ciclo natural del hombre ante la tragedia: la
negación, la ira, la aceptación, el deseo de superarse a pesar de las
limitaciones que el cuerpo le va imponiendo, la concientización de que no le
puede ganar a la enfermedad. Toma la
decisión compleja y polémica de poner fin al dolor que le parte y que siente
paradógicamente en los miembros que no le responden. Es el hijo que los padres pierden, el hijo
cuya decisión estos padres han tenido que aceptar y respetar.
El tiempo cuya
presencia en la novela es descrita con una claridad que asombra y que se
convierte, de tanto ser mencionado, en un personaje más.
“El tiempo se nos venía
encima como si descargara sobre nosotros piedras o ladrillos.”
“El tiempo pasaba como
una rueda que nos apretaba cada vez más los huesos.”
“El tiempo chirriaba y nos atormentaba con sus piñones
y sus púas.”
“El tiempo pasaba muy despacio, casi se devolvía, pero
era para triturarnos mejor y mejor lamernos con las llamas.”
“Eran como si las palabras estuvieran perdiendo ya la
capacidad de contener el tiempo, y yo de entenderlo, y los relojes de medirlo.”
La vida, igual
que el tiempo, cobra en el texto formas claras y la podemos ver grande y
fuerte, llena de ese instinto y de esa fuerza que hace que deseamos seguir
viviendo. La vida que a veces se
encapricha y de repente el rumbo nos cambia el rumbo y el paisaje.
“... la vida se aferra
a este mundo con algo parecido al desvarío. La cucarachita a su rendija, la
plantita a su hendija del ladrillo o a la roca desnuda.”
“...que
avanzaba la vida que ahora nos trituraba con sus ruedas y piñones,
“La aflicción no es
inmóvil; es fluida, inestable, y sus llamas, más azules que anaranjadas y
rojas, y a veces de un verde pálido espantoso, lo torturan a uno por un costado
en el interior del cuerpo, a veces por el otro costado, a veces por todo el
interior y con mucha fuerza, ...”
La ciudad
de Nueva York y luego La Mesa de Juan Díaz en Colombia son
también personajes porque acompañan las dos etapas fundamentales en la vida del
personaje. La primera con el cemento
frio, con las calles llenas de gente pero solitarias, con el cementerio cuyas
tumbas ve David por la ventana, con los bares en donde va a aliviar la
pena. La ciudad que retrata y que se
convierte en su musa a través de sus objetos oxidados. Cuando David está viejo, se traslada a vivir
al campo en Colombia y el paisaje y la temperatura se transforma. La exuberancia abraza al narrador y su
belleza lo conforta.
“.... la alegría aflora siempre, o casi siempre, como
trozo de madera en el agua, no importa lo profundo del horror de lo vivido.”
Quito, a 5 de junio del 2012