Charles Dickens ha reaparecido en mi vida no como
casualidad ni como coincidencia sino como una certeza de que él me está
buscando. Me esperaba escondido en un libro de un autor neozelandés que
construye su historia basándose en la novela de Dickens ‘Grandes esperanzas’. Luego lo vi fisgoneando a través de la
pantalla de la televisión y de mi computadora dándome datos biográficos o
invitándome a eventos conmemorativos por el bicentenario de su nacimiento.
No pude evitar buscar sus libros en mi biblioteca ni me
pude resistir a comprar otros que no tenía.
A fin de mes me voy a Londres a encontrarme con él en la intimidad de los
museos y a descubrir aspectos de su vida que desconozco. Quiero saber más de lo que ya sé y que es lo
que todos de cierta manera saben: que nació
el 7 de febrero de 1812, apenas siete años después de que Nelson peleara contra
Napoleón la decisiva Batalla de Trafalgar y sólo siete años antes de que
naciera la emblemática Reina Victoria.
Quiero sentir cómo fue el mundo para él más allá del dolor, la angustia
y la estrechez económica con las que creció y que puedo imaginar. Quiero entender al hombre sensible que describió
el sufrimiento de huérfanos en sus novelas pero que no les ahorró a sus propios
hijos el dolor de su dureza al obligarlos a dejar el hogar tempranamente para viajar
lejos de Inglaterra con el fin de que se hagan hombres. Quiero entender a ese ser humano incoherente que
denunciaba la orfandad y que a la vez la recreaba en su propia casa.
Mientras se acerca la fecha de la cita, decidí releer “David
Copperfield” y, al abrir la primera página, encuentro mi nombre escrito con la letra
insegura y vacilante de mis doce años. Busco
en mi memoria y no encuentro ni un pequeño recuerdo de mi vida de ese
tiempo. Solo aparecen empolvadas pero
ciertas las siluetas de las sensaciones y emociones nacidas de aquel que fue mi
libro preferido por mucho tiempo. Veo la
silueta alta y contundente del miedo que sentí ante la posibilidad de la muerte
de la madre, la gentil figura de la piedad hacia el huérfano desprotegido, la contorsionada
del rechazo al padrastro, la enorme del horror al mundo cruel y al destino
implacable. Regadas por doquier están
las tragedias que se pueden ver o que esperan agazapadas listas a aparecer tan
pronto como la vida de David iba a tomar un mejor rumbo. Descubro que en aquella época se afirmó en mí
la creencia de que la felicidad dura muy poco cuando se digna aparecer. Cierro los ojos y reconozco que estos
fantasmas también habitaban la buhardilla oscura de mi casa en donde entre las
telarañas del miedo se guardaban las palabras constantes de mi madre, los
gritos del dolor de mi padre y las lágrimas que se escurrían.
Miro a través del espejo del tiempo pasado y descubro que
este libro se quedó clavado en mi memoria y que influyó en la manera en la que
yo desempeñé mi rol de mamá. Cuando me
tocó el turno me convertí en una que se empeñó con todas sus fuerzas en ahorrarle
a mi pequeño los dolores del abandono, los sufrimientos de las carencias y la
angustia de la inseguridad. Una mamá que
se aseguró de que si algo me pasaba, él no caería en manos inadecuadas o
crueles. Una mamá que se esforzó por transmitirle la certeza de la esperanza,
de la felicidad, de la prosperidad y la de que el destino puede ser nuestro
aliado cuando pensamos y actuamos positivamente. Una mamá que evitó ser el primer tirano en la
vida de un niño.
Dicen por ahí que una persona cambia al terminar de leer
un libro. Para mí esto ha sido una
realidad que se ha repetido cada vez que termino la última línea de un libro y
lo cierro. “David Copperfield” se
convirtió en la vara con la que he medido el mundo más de la mitad de mi vida.
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