Sé que ‘David
Copperfield’ fue el personaje preferido de Dickens y yo creo que esto se debe a
que David es la imagen que el autor veía en su espejo y porque David vive en la
novela lo que Dickens experimentó en su propia vida. A mí me gusta David, me gusta porque a pesar de
la crueldad que ha vivido, conserva el corazón bueno y ve el mundo de manera
ingenua e inocente. Creo que esa es una
de las características de los héroes de Dickens; acuérdense de Oliver
Twist. Les confieso que a ratos me
gustaría agarrarle de los pelos y sacarle del libro para exigirle que sea más
firme y precavido y así evite nuevas desgracias que hacen más pesado su baúl de
viaje.
Esta
relectura no ha sido fácil. Me ha
costado mucho aceptar la voz del traductor que transforma a las palabras y
actitudes inglesas en formas lingüísticas y culturales de España; el español ibérico
produce en mi sangre andina emociones extrañas y difíciles de digerir. Me han cansado las largas descripciones de
conversaciones de las que rescato esa gentileza inglesa que sobrevive el paso
del tiempo y que he experimentado. Ciertos
capítulos reabrieron una pena y un miedo añejos que tuve que tragarlos de un
solo sorbo. Cuando las tragedias ceden y
David empieza a vivir una vida más normal, tengo la angustiosa sensación de que
algo malo está por suceder y me alegro cuando esta predicción no se cumple. Reconozco en la explícita y detallada descripción
de los personajes a la condición humana, tema inagotable para la literatura.
Conforme
voy avanzando en el libro, encuentro al pié de ciertas páginas marcas que me
desconciertan. Son estrellas de mil
puntas hechas con un lápiz descuidado que aparecen con cierta regularidad. De
repente encuentro restas y reconozco a mis números chuecos. Descubro un patrón: una marca cada 25 páginas. Y las restas calculan cuántas páginas del
libro quedan por leer. Es claro lo que
trataba de hacer; estaba partiendo en pedacitos esa edición de letra pequeña
que pretendía inútilmente adelgazar a libro gordo. Estaba imponiéndome un método para avanzar y
cumplir con lo que el colegio seguramente me estaba exigiendo. Me veo a mí misma tirada en mi cama luchando y
siento ternura por esa niña que encontró en la voluntad el apoyo para seguir
leyendo.
Las marcas
aclaran la imagen de mí misma que había olvidado, la de esa adolescente que no
fue la lectora voraz que mi mente adulta reinventó. Me divierte el descubrimiento. Siento alivio al darme cuenta de que, si yo
me convertí en una buena lectora a pesar de mi renuencia inicial, a todos les
puede pasar lo mismo. Me alegra tener la
certeza de que aquellos que se quejan de tener que leer en el colegio
encontrarán tarde o temprano en su camino un cuento o una novela que los infectará
irremediablemente con el virus de la lectura.
Decido
volver a usar el método de las “25 páginas”.
Esta vez con otro objetivo: marcaré con estrellas irregulares cada 25
páginas para obligarme a soltar el libro y regresar al mundo real, a ese mundo
que requiere de mi atención a mis responsabilidades rutinarias esas que generan
el dinero, ese dinero que permite que siga comprando libros.
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