viernes, 24 de febrero de 2012

MIS PISADAS EN EL LIBRO


Sé que ‘David Copperfield’ fue el personaje preferido de Dickens y yo creo que esto se debe a que David es la imagen que el autor veía en su espejo y porque David vive en la novela lo que Dickens experimentó en su propia vida.  A mí me gusta David, me gusta porque a pesar de la crueldad que ha vivido, conserva el corazón bueno y ve el mundo de manera ingenua e inocente.  Creo que esa es una de las características de los héroes de Dickens; acuérdense de Oliver Twist.  Les confieso que a ratos me gustaría agarrarle de los pelos y sacarle del libro para exigirle que sea más firme y precavido y así evite nuevas desgracias que hacen más pesado su baúl de viaje.

Esta relectura no ha sido fácil.  Me ha costado mucho aceptar la voz del traductor que transforma a las palabras y actitudes inglesas en formas lingüísticas y culturales de España; el español ibérico produce en mi sangre andina emociones extrañas y difíciles de digerir.  Me han cansado las largas descripciones de conversaciones de las que rescato esa gentileza inglesa que sobrevive el paso del tiempo y que he experimentado.  Ciertos capítulos reabrieron una pena y un miedo añejos que tuve que tragarlos de un solo sorbo.  Cuando las tragedias ceden y David empieza a vivir una vida más normal, tengo la angustiosa sensación de que algo malo está por suceder y me alegro cuando esta predicción no se cumple.  Reconozco en la explícita y detallada descripción de los personajes a la condición humana, tema inagotable para la literatura.

Conforme voy avanzando en el libro, encuentro al pié de ciertas páginas marcas que me desconciertan.  Son estrellas de mil puntas hechas con un lápiz descuidado que aparecen con cierta regularidad.   De repente encuentro restas y reconozco a mis números chuecos.  Descubro un patrón:  una marca cada 25 páginas.  Y las restas calculan cuántas páginas del libro quedan por leer.  Es claro lo que trataba de hacer; estaba partiendo en pedacitos esa edición de letra pequeña que pretendía inútilmente adelgazar a libro gordo.  Estaba imponiéndome un método para avanzar y cumplir con lo que el colegio seguramente me estaba exigiendo.  Me veo a mí misma tirada en mi cama luchando y siento ternura por esa niña que encontró en la voluntad el apoyo para seguir leyendo.

Las marcas aclaran la imagen de mí misma que había olvidado, la de esa adolescente que no fue la lectora voraz que mi mente adulta reinventó.  Me divierte el descubrimiento.  Siento alivio al darme cuenta de que, si yo me convertí en una buena lectora a pesar de mi renuencia inicial, a todos les puede pasar lo mismo.  Me alegra tener la certeza de que aquellos que se quejan de tener que leer en el colegio encontrarán tarde o temprano en su camino un cuento o una novela que los infectará irremediablemente con el virus de la lectura.

Decido volver a usar el método de las “25 páginas”.  Esta vez con otro objetivo: marcaré con estrellas irregulares cada 25 páginas para obligarme a soltar el libro y regresar al mundo real, a ese mundo que requiere de mi atención a mis responsabilidades rutinarias esas que generan el dinero, ese dinero que permite que siga comprando libros. 

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