viernes, 9 de marzo de 2012

ENCUENTRO CON DICKENS EN LONDRES


Abrazada por un abrigo y afianzada en mis zapatos cómplices, salí temprano de mi casa para tomar un tren que me llevaría a Londres a encontrarme con Dickens. Quería acercarme al autor de novelas, cuentos, poesía y teatro, conocido como un hombre que se construyó a sí mismo, poseedor de un humor excepcional y de una memoria visual; ese ser humano insomne que combatía la falta de sueño caminando las calles londinenses, ese observador de caras y corazones, el reportero político y social, el  retratista de la época victoriana y el delator de la injusticia de su tiempo.

Durante la hora que duró mi viaje hasta la estación de Victoria me dediqué a leer un libro que contiene extractos de los libros de Dickens que demuestran su ingenio travieso.  En Victoria tomé el metro que me llevó al Museo de Londres situado muy cerca de la catedral de San Pablo en el corazón mismo de esta ciudad que huele a pergamino.  Este museo ofrece en sus galerías la historia de la ciudad desde su prehistoria y, por la conmemoración de los 200 años del nacimiento de Dickens, presenta hasta junio la exhibición temporal llamada “Dickens y Londres”, mi primer destino.  Esta exposición recrea los escenarios del Londres victoriano bañados por una lluvia de letras que cae de un firmamento imaginario y que me fueron enseñando los detalles de lo que, para los londinenses de esa época, significaban las diversiones, la vida, la muerte, la casa, la ciudad y la tecnología.  Miré fotos, objetos y recuerdos de Dickens y en vitrinas pude observar de cerca los manuscritos originales de sus novelas escritas con esa letra imposible de entender.  Gordas pruebas de imprenta demostraban el deseo del autor de conseguir la perfección de sus novelas, que eran publicadas en libros de lujosa edición para la élite que podía pagarlos.  Para el gran público, las novelas aparecían por partes en fascículos mensuales impresos como folletines cuyas primeras páginas estaban repletas de anuncios clasificados y propagandas sobre cursos, vajilla, ropa o cualquier servicio y producto que trataban de venderse aprovechando en la popularidad de Dickens.

Luego de Shakespeare, Dickens fue el escritor más popular de su época y pronto se convirtió en una celebridad; sus obras eran tan famosas y producían tanto revuelo que los teatros pequeños se aprovechaban y las llevaban al escenario antes de que el autor las terminara atreviéndose a imaginar un final temerario. 

Dickens denunció los problemas sociales de una sociedad sacudida por los cambios provocados por la galopante revolución industrial. Sus lectores encontraban en Dickens a un novelista que demostraba en cada línea su genio cómico y un humor que endulzaba las lágrimas causadas por sus historias.  Su obra tuvo un objetivo claro: señalar los opuestos que observaba en la gente ordinaria:  riqueza-pobreza, hambre-opulencia, inocencia-picardía, bondad-maldad. Capturó con fuerza el romance de la desolación y el éxtasis de la locura provocada por el sufrimiento de una sociedad injusta.

La literatura de Dickens tuvo como musa principal a Londres, ciudad que alimentó su creatividad y a la que llamó su “farol mágico”; el autor la retrató para la posteridad.  Londres fue la primera ciudad moderna y compleja desbordada de contrastes, sostenida por calles pululantes de mendigos, vendedores ambulantes, limpia botas, finos caballeros y damas, coches de caballos, rudos trabajadores, ruidosos propagandistas andantes que explotaban piernas, torsos y espaldas para llamar la atención de potenciales compradores, cazadores de ratas ofreciendo sus servicios de exterminación, personajes todos de una historia y de un tiempo irrecuperable.  Londres,  la sobrepoblada y demente ciudad que en 1861 llegó a contar con tres millones de habitantes, estirándose como un ser vivo hacia los suburbios de crecimiento imparable, dividida en dos por el Támesis, río turbio y polucionado cargado de las culpas de su gente. Londres, pintada de verde y aliviada por sus parques cuyos arquitectos desafiaron el desorden de la naturaleza.  Londres con sus edificios que en aquella época ya empezaban a apuntar al firmamento y con sus casas de fachadas de cuento que no se atrevían a opacar a la cúpula de la catedral de San Pablo.

En Londres de 1839, cerca de la mitad de las muertes ocurrían en niños menores a diez años, la mayoría criaturas ilegítimas abandonadas en instituciones, como las “workhouses” que eran lugares que ofrecían hospedaje y trabajo a aquellos que no podían conseguir su propio sustento.  La mitad de la población de estas casas de trabajo la conformaban niños (42.767 de 97.510 habitantes) que vivían separados de sus padres, como el desamparado Oliver Twist. Las funerarias eran negocios prósperos en una época en la que la muerte era un tema diario en todas las familias victorianas.

El tiempo de Dickens fue aquel en el que las mujeres eran propiedad del marido cuando tenían la suerte de casarse, porque el destino de las que se quedaban solteras era uno que sólo ofrecía hambre.  Aquellas que por arrebatos del amor se convertían en madres solteras eran desterradas de sus familias y no tenían otra opción que buscar refugio en las “workhouses”; al dar a luz muchas regalaban a sus hijos abandonándolos en el asilo para huérfanos (“Foundling hospital”) que hoy en día es un museo en donde se exhiben pequeños objetos que eran dejados junto con los bebés al ser entregados; esos objetos transmiten al mirarlos un dolor con sabor a abandono y a amor desesperado.  Las leyes castigaban con prisión a la bancarrota y a las deudas no pagadas; en 1837 más de 30.000 personas fueron a la cárcel junto con sus familias, tal como Dickens nos lo cuenta a través de los personajes de la familia Micawber en “David Copperfield”  o como “El pequeño Dorrit”.  Los hijos de familias ricas no escapaban del dolor y de la dureza, ya que eran enviados a internados cuyo método de enseñanza fue la disciplina férrea y el castigo físico.

Dickens miró con sus ojos atentos los cambios que sacudieron y transformaron a un imperio que se desbordaba hacia otros continentes.  Dickens fue el primero en escribir sobre los impactos del ferrocarril que, con sus rieles, trazó cicatrices de progreso en la geografía de la isla, cambiando al campo, a las ciudades y a la sociedad.  Usó el estereoscopio que fue inventado en 1838 y que regalaba la ilusión de profundidad a las imágenes planas. Dickens se comunicó a través del telégrafo eléctrico que unía a Europa con su enmarañada red de líneas tejiendo el continente.  Fue un prolífico escritor de cartas que volaban con las alas de un correo ágil y eficiente,  que ofrecía diferentes opciones de franqueo como el “correo de un penique”, introducido en 1840.  Dickens fue testigo del comercio global explotado por el Imperio Británico que provocó en la isla una invasión de tendencias y de ideas que venían desde afuera y una migración que regalaba sueños y creaba despedidas.  Dickens cruzó en 1842 el Atlántico usando un buque de vapor para llegar a los Estados Unidos, en donde ofreció concurridas lecturas públicas.  Él mismo diseñó un atril  que acompañó su espíritu de trovador en sus 472 presentaciones tanto en Gran Bretaña como en los Estados Unidos que lo dejaban exhausto y satisfecho.

Las debilidades y características peculiares de las personas que se cruzaban en el camino de Dickens eran pescadas por su genialidad y guardadas en su cuaderno de notas; el escritor confesó que, hasta el momento en el que les dio un nombre, ninguno de sus personajes cobró vida en su imaginación.  Encontraba los nombres en los registros de la época, en una tumba, en un periódico o en una reunión.  Dickens describía este proceso como el ‘incomprensible misterio’:  “Supongamos que yo elijo crear un personaje, lo imagino como un hombre, lo proveo de ciertas cualidades; enseguida las finos y vaporosos hilos de mi pensamiento, casi imperceptibles y provenientes de todas las direcciones, sin que sepa de dónde, los tejen y los retuercen hasta alcanzar forma y belleza dándole vida.”    Muchos de los personajes de sus novelas representaron a personas significantes en la vida del autor, como Dora, reflejo de su primer amor, como la señora Nickleby imagen de su madre y como el Sr. Micwaber, retrato de su padre.



La tarde estaba ya avanzada cuando dejé el Museo de Londres para dirigirme al Museo de Charles Dickens ubicado en la casa en donde vivió con su esposa y sus hijos.  En 1809 en el número 48 de la calle Doughty fueron construidas las paredes que albergarían a una familia.  La casa sinónimo físico del hogar, era considerado por los victorianos como el espacio sagrado en el que la esposa tenía que encarnar al ángel guardián para fomentar la dicha, armonía y seguridad de sus miembros.  El hogar la mayoría de las veces era el nido de la infelicidad, la muerte y la tragedia.  Este museo-casa ha exhibido en los últimos 80 años los objetos domésticos y posesiones del autor sobre un piso gastado por el peso de los más de dos millones de peregrinos literarios que han buscado, como yo, tener el privilegio de sentir la atmósfera que cobijó al autor.  Es una casa de 4 plantas: en el subsuelo está una biblioteca con todas las ediciones de los libros de Dickens, la cocina, el cuarto de lavado, una despensa de vinos y un comedor de diario.  En la planta baja visité dos salas y el comedor. En las plantas superiores están los dormitorios y el estudio de Dickens con el escritorio cuya madera sintió el peso del papel y de su pluma.  Todas las habitaciones están amuebladas y decoradas con los objetos originales y me sorprendo por el privilegio que tengo al poder saltar hacia el pasado y mirar con mis propios ojos lo que antes solo había imaginado mientras leía.

Al terminar mi visita comí algo ligero.  No tenía hambre; estaba empachada de sensaciones y de información.  Exhausta me senté en un vagón del tren y luché contra el sueño.  Repasé mis notas y leí que, luego de haber transcurrido 200 años desde su nacimiento, Dickens es reconocido como el primero y gran novelista urbano moderno. Toda Inglaterra lloró su muerte con lágrimas que no entendían todavía que Dickens había alcanzado la eternidad a través de sus textos, esos que fueron parte de mi infancia y que me han acompañado en los 29 días de este febrero inolvidable.

Dickens me seguirá esperando en mi biblioteca para volver a ser una presencia real en mi vida cuando elija de nuevo leer una de sus novelas.

Falmer, 29 de febrero del 2012

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